Lo que antes constituían casos muy aislados: los adolescentes y jóvenes que se realizaban cortes y autolesiones, se ha ido convirtiendo desde hace pocos años, y de forma progresiva, en un problema preocupante. Al compartir esta cuestión con colegas de diferentes lugares, hay un sentir general con respecto a esta problemática y se detecta un visible aumento.

Indagando, en artículos, noticias, datos de los servicios de psiquiatría juvenil de diferentes hospitales, las conclusiones van en la misma línea.

El Proyecto Seyle, Proyecto Europeo para la prevención del suicidio y conductas autolesivas, y para la mejora de la salud mental en adolescentes, en el que participan doce países (once europeos), habla de autolesiones en casi un tercio de adolescentes, entre 12 y 18 años, el mayor número en los 13 y 14.

Hasta hace una década, este tipo de síntomas se asociaba al diagnóstico “Trastorno Límite de la Personalidad”, sin embargo, actualmente se trata de algo de mayor amplitud, y no es posible circunscribirlo de este modo.

Se trataría de un medio que los adolescentes están empleando para “controlar” el malestar psíquico, de alguna forma el dolor físico les sería más fácil de manejar que el emocional.

Por otro lado, este tipo de conducta es al mismo tiempo una “expresión” de algo que no se puede expresar de otra manera, como si el adolescente no tuviera otras herramientas, no supiera o no pudiera “decirlo” de otro modo. No se trata simplemente, como a veces se considera a propósito de este tipo de actuaciones, de “llamar la atención”, sería una especie de “lenguaje”. Esta forma de “expresión” pone de manifiesto la existencia de importantes dificultades de simbolización.

¿A qué se debe?  ¿por qué dicha forma de “expresión”?

 

Causas

Podemos referirnos a cuestiones como las siguientes:

La proliferación de las familias desestructuradas, con una ausencia de relaciones familiares sólidas.

Falta de modelos, guías y referentes, los cuales, hoy en día están constituidos más bien por las redes sociales, “youtubers”, “blogueros”, videos diversos, internet, en los cuales, aunque puedan existir contenidos positivos, interesantes o enriquecedores, otros muchos no lo son. Por ejemplo, y es un gran problema que va en aumento, actualmente los adolescentes tienen un acceso muy precoz a contenidos pornográficos, origen de una gran distorsión a la hora de cómo viven las relaciones sexuales y de pareja, generando multitud de problemas. Este es solamente un ejemplo. También, en relación al tema que hoy tratamos, existen páginas que incluso asesoran y alientan sobre el “cutting” (hacerse cortes).

Existe una tremenda falta de autoridad en el sentido que hablamos: autoridad bien entendida, es decir, ausencia de guías, referencias, ideales, valores éticos y morales, límites adecuados, etc.

Al mismo tiempo prevalece un exceso de sobreprotección de los niños (tanto en las familias como en la escuela); se tiende a ahorrarles frustraciones cotidianas, sinsabores, experiencias de pérdida apropiadas a su edad.  Abundan las actitudes consistentes en darles de todo, ceder a sus caprichos, de este modo los niños no se ejercitan en vivir pequeñas contrariedades diarias, en tener que lidiar con esfuerzos y con ciertas contenciones propias.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que la pubertad conlleva una verdadera transformación corporal. Es una etapa en la que el adolescente, además, ha de recomponer y reordenar los afectos y las representaciones, es decir, está involucrado todo su psiquismo. Para poder “aceptar” ese nuevo cuerpo, ha de hacer el duelo de su cuerpo de la infancia, así como de las figuras de los padres de la niñez. Se trata de una fase de la vida extraordinariamente compleja.

Cuando la capacidad de simbolización no consigue transitar por el lenguaje, todo lo que no se puede elaborar se expresa o se muestra en el cuerpo, lo cual está en el origen de distintos problemas: enfermedades psicosomáticas, anorexia, bulimia, o de lo que hablamos hoy, cortes y lesiones, entre otros.

Esta imposibilidad de simbolización puede aparecer frente a diferentes situaciones de la vida: traumas, crisis, duelos, es decir, ante lo que nos supera, lo que nos resulta difícil de explicar y de elaborar.

La adolescencia es una fase muy propicia a estas dificultades de simbolización, debido a que los cambios son enormes. Es como si el adolescente intentara procesar a través de una marca visual: el corte (imaginario), algo que tendría que ser elaborado en un nivel de procesamiento mental, usando la palabra, el lenguaje (ámbito simbólico).

 

¿Qué hacer?

Una vez que se detecta el problema (que el adolescente se autolesiona), será preciso consultar. Es fundamental que exista un espacio de escucha en el que pueda desplegarse e irse construyendo dicha posibilidad de simbolización.

 

¿Cómo se puede prevenir?

La prevención en todos estos temas nos traslada a tiempos muy anteriores a cuando surge el problema. Hay cuestiones fundamentales:

  • Hablar mucho y escuchar más, desde niños, teniendo en cuenta que escuchar no equivale a oír, es transmitir a los hijos que nos interesamos por lo que sienten, que queremos comprender su perspectiva, que hay cosas que expresar, aunque ello no conlleve necesariamente estar de acuerdo con todo o aceptar sin más todo lo que quieren o plantean.
  • Ser y hacer de padres: dar a los hijos amor, protección, sostenimiento emocional, presencia, pero no sobreprotección.
  • Convivir con los hijos, compartir vivencias y experiencias. Es fundamental favorecer, promover, estimular la simbolización de dichas vivencias, es decir, poner palabras a las experiencias y acontecimientos, hablar con los hijos, promover la expresión con el lenguaje, los cuentos, las historias, la lectura y la escritura.

Se trata de algo importantísimo, especialmente hoy en día en que los niños son criados con la TV, el móvil, la tablet, en general distintos tipos de pantallas, quedando sumergidos en el mundo de la imagen.

Desde los primeros meses reciben estímulos visuales que les llegan de forma pasiva, sin tiempo ni elementos apenas para procesar y comprender, lo cual, aunque tenga una parte positiva y estimulante, implica cada vez más un tremendo déficit de todo lo que es la interrelación con los padres y adultos a través de hablar, contar experiencias, transmitir historias, en resumidas cuentas, simbolizar.

  • Poner límites. El amor y el respeto a los niños no equivale a ceder a todas sus demandas.
  • Permitirles experimentar los sinsabores y frustraciones de la vida, intentar evitárselas es un gran error de enormes consecuencias, como siempre hablamos.

 

La muerte de un alumno.

 

 El fallecimiento de un alumno es un suceso muy impactante y dificultoso.

¿Cómo abordar esta situación con los compañeros y el resto de alumnos?

Hoy quiero referirme a ciertos aspectos a contemplar en ese difícil momento, tanto con los alumnos como con los profesores.

Es fundamental que la noticia sea comunicada por alguien ya conocido para los niños y no una persona exterior al centro educativo (aunque fuera psicólogo/a), considerando que lo fundamental en estos momentos es que no sólo sean informados de lo sucedido, sino que puedan hablar de ello, expresar sus sentimientos, es decir, llorar, estar tristes, sentir rabia, ira, etc. Y todo ello será más posible en un entorno conocido y acogedor.

Hay que tener en cuenta que:

  • No hay ninguna forma de hacer un duelo más que atravesarlo, es un proceso, un recorrido.
  • Una pérdida tan importante como es un compañero, un alumno, y por supuesto, un hijo, es algo inmensamente traumático, y poder ir elaborándolo, asumiendo, implica dicho proceso de duelo. Estar en duelo es doloroso y difícil, y es un arduo trabajo psíquico. El Duelo es un proceso de “sentir dolor”, es un camino que hay que ir transitando y atravesando.
  • Como padres, profesores o adultos siempre nos gustaría ahorrar sufrimiento a nuestros hijos, alumnos, o a los niños en general. Pero eso no es posible, las pérdidas forman parte de la vida desde que nacemos: perder el seno materno, dejar de ser hijo único, perder una mascota, perder un abuelito, etc. Todas estas vivencias de la vida, con distinto alcance, son experiencias de pérdida e implican su proceso de duelo.
  • Lo traumático de tales experiencias no sólo tiene que ver con la experiencia real en sí misma, que puede ser arrolladora, profundamente triste, dura, difícil; tiene que ver con dejar al niño sin herramientas o elementos de simbolización de esa situación, como puede ocurrir, por ejemplo, si no se le aclara qué ha pasado, si no se habla, si se instala el silencio o el tabú.
  • Según cómo se aborde por parte de los adultos, aunque sea con la mejor intención de ahorrar sufrimiento, el niño puede quedar sin herramientas justamente para abordar o elaborar dicha pérdida, conformando una especie de “agujero” que no permite que esa herida emocional cicatrice. Por ejemplo, peor y más traumático que decirle a un niño que su padre le abandonó cuando era pequeño -lo cual será tremendamente penoso para un niño- es no decirle nada, dejarle en ese silencio y vacío. Es igual con todo tipo de pérdidas, y se cometen muchos errores, intentando ahorrar a los niños la tristeza o el sufrimiento y no hablando de lo ocurrido. Se les dificulta justamente el proceso de duelo.
  • Si una herida duele, todos aceptamos que hay que desinfectarla, que molesta o incluso duele al hacerlo, que llevará su tiempo de curación. No se nos ocurriría poner una venda sin desinfectar y sin realizar las curas necesarias; no pensaríamos solamente en tomar analgésicos para el dolor, o mirar para otro lado para no verla.
  • Lo que no se hace con una herida física se hace con frecuencia con esas otras “heridas”, las del alma, con las experiencias difíciles (pero importantes) de la vida que causan sentimientos o emociones intensos. Esas experiencias, que producen “heridas del alma” (muerte u otro tipo de pérdidas), también llevan su proceso de “cicatrización”, para lo cual tenemos también ciertos recursos: ese trabajo/proceso psíquico que es el duelo.
  • Hay actitudes que son muy frecuentes y dificultan tremendamente el proceso de duelo del niño, con todo lo que ello supone para el futuro. Ya nos hemos referido en algún otro artículo a algunas de ellas, por ejemplo:
    • Ocultar la pérdida (Por ej. no decir que el abuelo murió, se dice que fue de viaje y ya está, no se habla).
    • Decir mentiras insostenibles sobre lo ocurrido, ej. “está de viaje”.
    • Excluir a los niños de los momentos importantes (hospital, entierro, etc.) Una cosa es evitarles ciertas situaciones impactantes, según la edad, otras apartarles de todo.
    • No tolerar que el niño esté triste, abatido, llore, etc., insistiendo en “tienes que ser fuerte, los chicos no lloran”, etc.
    • Instalar un manto de silencio sobre todo lo que tiene que ver con la pérdida (tabú).
    • No dejar que el niño tenga sus experiencias de pérdida, por ej. pierde una mascota y se compra otra inmediatamente.
    • Evitar que el niño experimente situaciones cotidianas de tristeza, pérdida, falta, etc.

Dicho todo esto, ¿qué se puede hacer como maestros, como profesores, como Colegio, para facilitar el proceso de duelo de los alumnos y de los mismos profesores?:

  • Informar de lo ocurrido.
  • Promover que puedan hablar de ello y expresar lo que sienten: tristeza, rabia, incredulidad, desesperación, etc. Cada niño tendrá sus momentos y lo hará a su forma. Dar espacios tranquilos y con tiempo para hablar de ello, dibujar, escribir sobre lo que piensan o sienten, es decir, todo lo que constituyen formas de elaboración y simbolización de esas intensas emociones. El shock puede ser tan grande que algunos niños tiendan a no querer oír, ni hablar de lo sucedido, lo cual es más preocupante y suele ser indicativo de un proceso de duelo complicado y dificultoso. Es importante insistir en que hablen, expresen, de la forma que sea, al contrario de lo que con tanta frecuencia se plantea como “pasar página”, u olvidar rápidamente lo ocurrido, pues en este caso hay una dificultad de elaboración de la pérdida, con importantes y negativas consecuencias.
  • Es fundamental insistirles en que llorar, estar triste, etc. no tiene nada que ver con ser débil, frágil, o poco valiente. Más bien al contrario, eso es lo lógico, lo normal y lo saludable. Si no sintieran tristeza y dolor querría decir que su compañero/alumno no les importaba. Hay que hacer hincapié en que respeten los sentimientos de cada uno; los niños suelen tener mucho temor al juicio de los demás, a ser desvalorizados, han de comprender que en esta situación lo valioso y lo positivo es, dicho así, poder estar triste y expresarlo. (Insisto mucho porque esto es fundamental), y han de respetar el distinto ritmo y momentos de sus compañeros. Cada uno lleva su propia evolución.
  • Tienen que saber que el duelo es un proceso, y no es algo de un día, una semana o un mes. Es normal que pasen por distintos momentos y estados de ánimo, que van y vuelven, todo ello es esperable, “natural”, podríamos decir, no es que estén “deprimidos”, están haciendo el duelo por la pérdida de su compañero.

 

 

 

A lo largo de la vida existen momentos de cambio, situaciones de crisis que ponen a prueba a la persona. En la mayoría de las ocasiones es posible andar por ellos, y somos capaces de adaptarnos, superar los obstáculos, dar significación a dichas situaciones, madurar y desarrollarnos personalmente. En otras, este recorrido está lleno de obstáculos, y pueden surgir problemas o síntomas que, dependiendo de diferentes cuestiones, pueden perdurar en el tiempo, afectando a la vida de esa persona.

La separación es una de estas situaciones. Debido a su frecuencia, en aumento y a la conflictividad presente en buen número de casos, sus efectos –tanto en la pareja como en los hijos- se dejan ver en muchas de las consultas psicológicas.

Según datos publicados por el Consejo General del Poder Judicial, las demandas de disolución matrimonial registradas en 2022, tanto separaciones como divorcios, fueron en nuestro país 95.193.

Sin cuestionar que la ruptura sea la única salida posible a conflictivas relaciones de pareja, el alcance de estas cifras debería sensibilizarnos y hacernos reflexionar a todos, muy especialmente en lo que respecta al modo en que todo lo relacionado con dicho proceso de separación afecta a la parte más vulnerable, es decir, a los hijos, y, por tanto, sobre cómo dicho proceso es llevado a cabo.

Sentimientos de pérdida, de inseguridad, de culpabilidad, son algunos de los que invaden a los niños cuando se enfrentan a la separación de sus padres. Muy frecuentemente los hijos son víctimas de chantajes emocionales y/o económicos, sintiéndose disputados por cada uno de los progenitores. Es frecuente también que vivan la descalificación continua de uno de ellos o de ambos por parte del otro. Cambios de casa, de organización doméstica, de ritmos de vida, de costumbres, de actividades, nuevas parejas, etc. conforman también el escenario de su nuevo contexto vital, exigente y complejo sin lugar a dudas.

Son muchos los aspectos a considerar en relación a todos los puntos mencionados y a los posibles conflictos psicológicos relacionados con el proceso de separación. Hoy quisiera centrar mi atención en uno de ellos: la comunicación a los hijos de una decisión tan importante como ésta.

Es más frecuente de lo que cabría pensar que los padres –en aras de proteger a los niños, de evitarles sufrimientos y “traumas”- eludan cualquier comunicación a sus hijos, anunciando la decisión en el último momento, y planteada como algo inminente. También con frecuencia hay ausencia de explicaciones sobre los motivos de la ruptura (quizá porque es algo demasiado doloroso, o difícil de explicar para los padres).  Existe así a menudo una especie de “ley del silencio” sobre los motivos de la ruptura, así como sobre los sentimientos implicados en el proceso, la cual se convierte en un germen de conflictos psicológicos.

Los niños pueden asumir la realidad en que viven, aunque ello suponga ciertos sentimientos de tristeza o dolor (estos últimos también forman parte de la vida), pero este tipo de anuncios repentinos, así como los silencios instaurados, dejan al niño desprovisto de herramientas para poder ir realizando ese trabajo interno de asimilación de la situación que le ha tocado vivir. No son las malas noticias, ni las situaciones dolorosas, por sí mismas, lo que “traumatiza” o provoca problemas o síntomas a los niños.

Es recomendable permitir al niño ir conociendo la situación, él -al igual que los padres- necesita hacer su proceso de asimilación y de duelo. También es fundamental hablarle con delicadeza, de forma adaptada a su edad y a su situación individual, permitiéndole conocer la verdad de lo que ocurre. Es su derecho y lo que está ocurriendo forma parte de su vida.

 

 

 

El Suicidio

 

Según datos del INE (2020) el Suicidio es la principal causa de muerte no natural con un gran aumento en los últimos años. Si en 2016 el número de personas fallecidas por esta causa era 3.569, en 2020 fue 3.941. Después estarían las caídas accidentales y los accidentes de tráfico.

El suicidio es la principal causa de muerte entre jóvenes europeos de entre 15 y 29 años. Y las cifras van en aumento.

La OMS habla del Suicidio como un “grave problema de salud pública”.

Se trata de un tema tabú, no sólo dentro de las familias. Hasta ahora, en los medios de comunicación, ha predominado la idea de no hablar de ello para evitar el supuesto “efecto llamada”, lo cual es un error.

Generalmente este tema suele plantearse en términos de “conducta suicida”, “tendencias suicidas”, “prevención de la conducta suicida”. Esto lleva a pensar que hablamos de una cuestión de “conducta”. Se trataría de detectar a las personas con estas tendencias y así se podrían evitar las elevadas cifras. Sin embargo, aunque predomine esta pretensión de encontrar respuestas rápidas a todo, protocolos aplicables, datos estadísticos, etc., la realidad es más compleja, y se pierden de vista aspectos fundamentales.

El suicidio es un acto extremo, desesperado; es el punto final de un proceso que tiene que ver con la subjetividad de la persona; aunque implique un “pasaje al acto”, está en juego la historia personal y el contexto social. Es una acción que sigue a una crisis e implica al sujeto en su totalidad.

Además, hay que decir, el suicidio es una cuestión de sufrimiento. Siempre hay una ambivalencia mayor o menor (querer acabar y también querer seguir viviendo).

Cada suicidio, como cada persona, es particular, tiene su historia. Hay etapas complicadas: la adolescencia, (implica muchos duelos), la jubilación (pérdida de proyectos de vida, de seres queridos de la propia generación, de salud, etc.).

A veces aparecen determinados signos, tales como depresión, gran malestar con uno mismo, culpabilidad, sufrimiento emocional, etcétera; aunque no siempre es así.

El suicidio suele contener una dimensión simbólica dirigida a otro, un mensaje (no necesariamente consciente). Algo que no ha podido decirse de otra manera (culpa, acusación, etc.).

Hay que decir que todos somos suicidas en potencia. No es algo exclusivo de determinadas enfermedades mentales. No importa lo fuerte que sea una persona, la persona más resistente y valiente podría verse sobrepasada por los traumas o situaciones con los que tiene que tratar.

 

¿Por qué puede llegarse al suicidio?

 Ya hemos hablado en otros momentos de la importancia de las vivencias de “pérdida”. Es un tema central con relación al Suicidio. En la vida tenemos que enfrentarnos a pequeñas o grandes pérdidas. Todo ello hay que procesarlo y elaborarlo, y por distintos motivos, no siempre se puede.

Las pérdidas implican un –duelo-, es decir, sufrimiento y un proceso de elaboración.

A veces se confunde “superar” una pérdida con “negar”. (Ej. personas que tras la pérdida no manifiestan sentimientos, “pasan página”. No es un buen pronóstico, ya lo hemos comentado).

Vivimos en una sociedad muy negadora de la enfermedad y de la muerte. Predominan valores relacionados con tapar la falta, la pérdida, la muerte, dándose valor a la riqueza, al poder, a las satisfacciones rápidas, etc.

Podríamos decir que lo que se llama “depresión” es frecuentemente una respuesta a una pérdida que no se ha podido elaborar.

En determinadas circunstancias, la persona puede sentirse dentro de un túnel en el que no ve ninguna luz. El suicidio aparecería entonces como la única “salida” posible.

En todo este proceso estarían en juego los “cimientos” personales, y el sostén que proporciona la familia y el tejido social. Es cierto que nuestra sociedad no presta mucho soporte y también hay familias que dan escasa comprensión y sostén afectivo ante los fracasos o problemas de sus miembros.

Otros factores pueden incidir también. No es lo mismo tener una pérdida importante en un  lapso de tiempo que perder a varios seres queridos en ese mismo tiempo, o que a ello se venga a unir un divorcio o un problema de acoso laboral. No quiero decir que el problema del suicidio se deba necesariamente a tal dramática confluencia, pero es un ejemplo que puede servirnos para pensar.

 

¿Cuáles pueden ser las causas entonces de que una persona llegue a un acto tan extremo como el suicidio?

 Hay una multiplicidad de factores que pueden incidir y confluir en el suicidio:

  • Personales
  • Familiares: problemas afectivos y familiares, falta de comunicación, dificultades económicas, enfermedades, etc.
  • Sociales: integración social, políticas de sostén y prevención.
  • Laborales: en algunas profesiones la cifra de suicidios es mucho más elevada que en la población en general (por ej. en la policía y cuerpos de seguridad)

 

Me gustaría servirme para reflexionar sobre el tema de hoy de una metáfora que por su carácter gráfico puede ayudar a pensar:

Consideremos que cada uno de nosotros es una red. Esta red tiene sus hilos que la forman, construidos con lo que nos han transmitido nuestros padres (o figuras materna/paterna) y con las vivencias infantiles (*). A lo largo de los años vamos teniendo otras vivencias y experiencias, las cuales pueden ejercitar y fortalecer esta red, pero también sobrecargarla y debilitarla. Además, no hay redes perfectas, siempre hay algún punto frágil o algún agujero surgido en su misma constitución. Siendo fundamentales los hilos iniciales de esa red, tejidos en la infancia, también lo son el conjunto de experiencias, vivencias y circunstancias que van debilitando esa red o sobrecargándola con su “peso”. Debido a una excesiva “sobrecarga” y/o “fragilidad”, el sujeto no podría sostenerse, la red se rompería por completo y aparecería el suicidio. Tanto los problemas personales y familiares, como los relacionados con el entorno laboral y social, pueden afectar a dicha red (debilitándola, o también fortaleciéndola). Y es fundamental el apoyo, soporte, ayuda, etc. existente a nivel familiar, social, laboral.

 

*(El lugar en el “deseo” de nuestros padres, la relación madre-padre-niño, las relaciones familiares, aspectos de crianza y educativos (estimulación, motivación, comunicación, límites adecuados, permitir que los niños experimenten frustraciones y pérdidas, dándoles soporte, pero no evitándolas, acontecimientos importantes (enfermedades, traumas, problemas económicos y/o laborales, muertes en la familia, etc.).

 

¿Se puede prevenir el suicidio?

Como es el resultado de múltiples factores, todo lo relacionado con dichos ámbitos (personal, familiar, social, laboral) es fundamental.

 

¿Cómo abordar socialmente este tema para resultar útil a la sociedad y a las personas en riesgo?

Lo primero para poder abordar un problema o un síntoma es reconocer que existe, es decir, poderlo nombrar y así también poder interrogarnos sobre ello.

Sería crucial abrir y mantener las preguntas, aunque no puedan darse respuestas inmediatas ni completas, tiene efectos en la subjetividad de las personas, implica un horizonte de escucha y de interés sobre esas cuestiones tan fundamentales, abre un espacio en el que concurren unos interrogantes, unos motivos, una historia personal y familiar que ha terminado desembocando en ese acto,  un contexto, y además el hecho de poder adentrarnos en toda esa complejidad nos permite alejarnos  de planteamientos cerrados y reductibles a términos simplistas como “conducta suicida”,  “trastorno mental”, sostenidos desde una posición resguardada y distante, de supuesta “normalidad” y “cordura”.

Aunque el suicidio es un tema que nos conduce a lo más específico y particular de un sujeto, remitiendo evidentemente a la historia particular de cada persona, como decimos, sería preciso abrir y sostener los interrogantes, así como una mayor concienciación y conocimiento sobre la complejidad de la mente humana, sobre la existencia del Inconsciente (no todo es consciente en el psiquismo humano), sobre la estructuración psíquica y la infancia, sobre la importancia de determinados momentos y procesos de la vida, tales como vivencias traumáticas, pérdidas y duelos, tabús y silencios familiares, separaciones, divorcios,  etc.

 

Cosas que no ayudan para comprender el suicidio:

  • Pensar que sólo se suicida quien tiene un problema mental. Nos gusta pensar que existen las personas “normales” y las que no lo son. Es una forma de colocarnos a distancia de los posibles problemas o dificultades, de poner una barrera o de sentirnos lejos de los mismos. El suicidio no es una “enfermedad mental”, o patología, es el efecto de múltiples factores, como venimos explicando.
  • El enfoque biologicista del funcionamiento psíquico, (en términos de “desequilibrio de neurotransmisores”, etc.), que predomina hoy en día ha influido en el alejamiento del sujeto de su propia subjetividad (sentimientos, vivencias, historia personal …).
  • Los enfoques psicológicos centrados exclusivamente en la conciencia, crean además una falsa ilusión de control.
  • Ciertos efectos malsanos de la Psicología Positiva, con el acento puesto en el optimismo y la positividad a ultranza, dificulta en muchas ocasiones que las personas se permitan conectarse con su malestar y sufrimiento, y así poderlo elaborar.

 

¿Cómo podemos ayudar a una persona que tiene ideas de suicidio?

Es fundamental tener en cuenta algunas cuestiones:

  • Escuchar, permitir y favorecer que la persona exprese sus sentimientos y pensamientos.
  • Preguntar, no decir nuestras opiniones, propiciando que la persona reflexiones sobre los efectos que tendría el suicidio en sus familiares, amigos, etc.
  • No juzgar ni intentar convencerle.
  • No quitar importancia, al contrario. Ofrecer ayuda, pero también mostrar nuestra preocupación.
  • Transmitir un apoyo sólido, aunque sea difícil intentar no entrar en pánico.
  • Tomar en serio los pensamientos suicidas.
  • Interesarse por los motivos de la persona para llegar a ese punto, y transmitir respeto.
  • Ofrecer apoyo emocional.
  • Si vemos que hay un plan muy pensado y premeditado (cuándo, dónde, cómo), intentar que pida cita con psicólogo, psiquiatra, o según la situación, contactar con un centro de urgencias, hospital, etc.
  • No dejar sola a la persona.

 

 

 

La violencia ejercida por parte de menores en el ámbito familiar (contra padres, hermanos, abuelos, etc.) ha aumentado de forma notable en los últimos años.

Jueces, fiscales y abogados, transmiten cada vez más su preocupación al respecto.

Es una problemática fundamental que es preciso contemplar desde distintos ángulos, sin quedarse en la apariencia de la cuestión.

Si bien siempre han existido casos de violencia intrafamiliar, relacionados con familias desestructuradas, violentas, consumo de drogas, enfermedad mental, etc., están en aumento de forma significativa los casos de chicos y chicas (en ocasiones de corta edad), que pertenecen a familias estables, con medios económicos, etc., que ejercen la violencia contra sus padres y familiares.

Una vez que la problemática de la violencia en la familia irrumpe, es un tema muy complicado, llegando a la denuncia, proceso penal, etc., por eso no dejamos de insistir en los antecedentes y los orígenes de esta cuestión, ya que no es algo que surge de repente. Todos los problemas tienen una historia y con frecuencia suelen fraguarse durante un tiempo, con unos inicios. Un fuego, por muy grande que sea, comenzó siendo una diminuta llama.

Repetidamente oímos explicar este tema de la violencia por la influencia de los contenidos violentos que pueden verse en televisión, internet y videojuegos, en los cuales se normaliza el uso de la misma.

No vamos a cuestionar que tantos contenidos de este tipo puedan producir efectos, trivializando un tema como este, sin embargo, dicha explicación acaba siendo una respuesta generalizada que impide pensar.

Suele explicarse también por las “carencias afectivas”, en el sentido de falta de amor, afecto o atención por parte de los padres hacia los hijos. Cuestión que por supuesto es fundamental en el desarrollo de un niño.

Sin embargo, en las consultas vamos viendo progresivamente un aumento de casos de familias que “no pueden con sus hijos” (en ocasiones muy pequeños, ya hemos hablado de ese tema aquí). Niños colmados de atenciones, de afecto, y de todo, desde el principio de sus días. Niños colocados por sus padres en un auténtico pedestal, respondiendo a todos sus pedidos y demandas de continuo, evitándoles cualquier frustración.

Como los efectos que va produciendo en las actitudes y carácter del niño van siendo visibles desde los primeros años, enseguida surge la idea de que “es que mi hijo tiene mucho carácter”, lo cual viene a dar una explicación rápida de lo que sucede, ante lo cual poco se podría hacer, el niño es así, sin poder pararse a pensar y reflexionar en sus propias actitudes como madre/padre con respecto al menor y sus efectos.

La historia que se repite suele ser la de un niño sobreprotegido, al que le dan de todo, el cual con sus pataletas y rabietas desde muy pequeño va imponiendo sus “normas de funcionamiento”.  No ha tenido límites y después ya no los acepta. Auténticos niños tiranos. No toleran un “no”, ni frustraciones, necesitan imponer su voluntad y su capricho. Por ello y al mismo tiempo suelen carecer de empatía.

Las consecuencias de esta especie de círculo vicioso son enormes: dificultad para ponerse en el lugar de los demás, falta de respeto al otro, dificultades para el autocontrol emocional, impulsividad, “hiperactividad”, problemas para tolerar incluso pequeñas frustraciones cotidianas, dificultad con los límites y normas, problemas para asumir responsabilidades y obligaciones, problemas escolares, fracaso escolar, etc.

En resumen, podríamos hablar de que lo que está en el origen es un exceso de atención y protección, así como de tolerancia y permisividad.

Tanto en la consulta como fuera de ella (profesores, personas que atienden comercios, peluquerías, restaurantes, etc.), oigo muy a menudo comentarios acerca de la creciente dejadez de muchos padres a la hora de poner límites y educar a sus hijos en el mínimo respeto al otro: niños que corren por el restaurante, que juegan con la tablet a alto volumen, o que descolocan las estanterías del comercio, ante la mirada impasible o simplemente incapacidad de reacción de los padres, realmente desbordados e incapaces de poner límites a sus hijos.

La violencia es entre otras cosas un efecto de todo lo anterior, y afectará en primer lugar a la misma familia. Es por tanto necesario reflexionar sobre sus causas.

El desbordamiento de padres y familias se suele volcar después en la Escuela, trasladando la expectativa (exigencia) de la educación a maestros y profesores. Sin embargo, los maestros y profesores están muy limitados, por más que se pretenda lo contrario, para transmitir todo eso de lo que hablamos (autocontrol emocional, respeto a los demás, valores, etc.) si no los transmite la familia, pues dichos cimientos se asientan desde los primeros meses. No se pueden construir los cimientos de un edificio cuando hemos levantado dos pisos. Además, por lo general, la dificultad de los padres de contrariar a sus hijos se pondrá de manifiesto también en la negativa a aceptar que los profesores lo hagan.

Por otro lado, el marco escolar no facilita tampoco el trabajo de los profesores en este sentido, los cuales se sienten con escasas herramientas, tolerando faltas de respeto, mal comportamiento en clase, etc., al mismo tiempo que sienten que se deposita en ellos una gran presión por parte de las familias y de la sociedad, responsabilizándoles de la educación en valores. Una educación, tanto en la familia como en la escuela que insiste en “derechos”, pero no en “obligaciones”.

Existe la creencia con diferente tipo de cuestiones, algunas trascendentales como la que nos ocupa (la violencia), de que “ya se irá pasando según el niño va creciendo”. Es un error con grandes consecuencias.

Mirar para otro lado nunca sirve ni es adecuado para abordar ningún problema.

Es fundamental la crianza y la educación dentro de la familia, la convivencia con los hijos. Los niños aprenden en gran parte con el ejemplo y las vivencias que les proporcionamos, no con información o sermones exclusivamente. No hablo de presencia física, he visto madres y padres muy presentes físicamente pero realmente ausentes de la vida de los hijos.

Eso de lo que tanto se habla hoy en día en las escuelas e institutos: “la inteligencia emocional” (habilidad para percibir, usar, comprender y regular nuestras emociones y las de los demás), tiene que ver con todo lo que venimos diciendo. No puede aprehenderse (incorporarse, integrarse psíquicamente) en un taller o en un curso exclusivamente, o informando a los niños y adolescentes de su importancia.

¿Qué es el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad – TDAH-?

Se trata de un diagnóstico infantil que ha aumentado de forma exponencial en los últimos años. Preocupante por el excesivo diagnóstico y porque suele abordarse con medicación.

Es importante hacer un repaso de qué es este “trastorno” infantil y por qué está siendo tan frecuente.

Se define como un trastorno que se inicia en la infancia y se caracteriza por dificultades para mantener la atención, exceso de movimiento e impulsividad (hiperactividad), así como dificultad en el control de los impulsos.

 

Síntomas

Los síntomas pueden resumirse en los siguientes:

  • Inquietud, movimiento …
  • Dificultad para controlar las emociones y la conducta: el niño es impaciente, interrumpe las conversaciones, se precipita al hablar, tiene frecuentes rabietas.
  • Fácil distracción, dificultades para escuchar, para seguir las normas de un juego, evitación de tareas que requieren un esfuerzo sostenido, búsqueda de gratificación inmediata.

Todo ello tiene enormes consecuencias en la vida familiar, escolar y social.

Como puede observarse en la sintomatología, no existen diferencias entre estos supuestos síntomas de un niño “hiperactivo” y el comportamiento y actitudes de un niño educado sin límites y al que no se ha transmitido la tolerancia a las frustraciones.

 

¿Cuáles son las causas de este “trastorno”?

Es un tema muy controvertido, y hay enormes divergencias. El discurso predominante en la actualidad sobre este “trastorno” (el cual no comparto), consiste en que se trata de un “trastorno de origen neurobiológico y muy probablemente de transmisión genética”. Se relaciona con un “mal funcionamiento de ciertas áreas del cerebro (zona prefontral, zona cerebelo y ganglios basales)”. Esto se plantea porque estudios neuropsicológicos demuestran que dichas zonas están relacionadas con la atención y el control de impulsos. Se suele aceptar que factores socio-ambientales pueden influir en el problema, aumentando la gravedad, pero sin considerarlos causa del trastorno.

Se trata, como decíamos, de un tema muy polémico y, aunque lo expuesto anteriormente constituye el  discurso predominante, existen divergencias y planteamientos diferentes sobre el mismo.

Esta concepción biologicista junto con la propuesta de una medicación, genera una sensación de alivio social y familiar: aparentemente existe una “solución”, y, además, nadie es responsable. Con frecuencia los padres piensan: “nos ha tocado”, no hay nada que revisar o interrogarse a nivel de la vida familiar y social.

Sin embargo, hay mucho que decir al respecto.  El desarrollo del cerebro, desde el mismo embrión, es continuo. Es un órgano tremendamente “plástico”. Está comprobado con estudios neurobiopsicológicos que es la interrelación con el ambiente (primero con los padres, con la familia, después en la escuela y en la interacción social)  lo que estimula el desarrollo del cerebro y sus diferentes áreas. Es así como se van desarrollando las conexiones nerviosas, y por ende las distintas áreas y capacidades. Por citar un ejemplo, en estudios realizados con niños que estudian música se ha comprobado un mayor desarrollo de las áreas cerebrales implicadas en la realización de dicha actividad. Se podrían citar muchos otros.

La herencia genética no es lo que determina exclusivamente el crecimiento y capacidades del cerebro. Se trata de algo fundamental, es decir, el funcionamiento cerebral sería el resultado de la interacción del niño con su entorno.

 

¿Cómo se diagnostica el TDAH?

Hay que aclarar que la forma de diagnóstico del TDAH se realiza solo en base a observaciones del comportamiento de los niños,  realizadas por los padres y/o por los maestros, los cuales rellenan un formulario respondiendo a diversas preguntas sobre el comportamiento del pequeño. No existen pruebas definidas como objetivas, tales como marcadores bioquímicos, pruebas neuropsicológicas o genéticas, o estudios de neuroimagen, capaces de detectar los supuestos desequilibrios bioquímicos origen del TDAH. En cambio, el discurso imperante es el del origen bioquímico, que dota de una supuesta “cientificidad” a este diagnóstico.

No deja de ser curioso, en cualquier caso, que cuando se plantea el tratamiento a seguir, además de la medicación que consiste en la administración de psicoestimulantes, se habla de:

  • Entrenamiento a padres (enseñar a los padres a “controlar la conducta perturbadora y potenciar la adecuada”).
  • Intervención escolar (tareas cortas, refuerzo positivo, etc.).
  • Tratamiento conductual del niño (autocontrol de la rabia, etc.).

Es decir, aparte de la medicación, que suele proporcionar tranquilidad a los adultos, seguramente porque no se les informa de los efectos secundarios y posibles problemas en los niños derivados del consumo de la misma, se pone el acento en la importancia del control de la conducta, es decir, de las actitudes y reacciones de los padres, o sea, de la interrelación con el niño. Las mismas personas/científicos que defienden este argumento, sostienen también que “para que el niño consiga un control de la conducta primero debe existir un control externo de la misma ya que éste es el proceso natural de adquisición del control de uno mismo, este control externo es el que se intenta fomentar mediante el uso adecuado de estrategias educativas que padres y maestros deben aplicar con coherencia y persistencia” (Admiten que con el paso del tiempo este control externo se interioriza y es posible el autocontrol). Es realmente sorprendente que tales afirmaciones no lleven a cuestionar el mismo origen neurobiológico tan argumentado.

En resumen, en dicho razonamiento, se ve la enorme contradicción y la falacia que encierra: primero se sostiene que el problema es neurobiológico/genético, y después al proponer el tratamiento, en una parte se reconoce que el control de la atención y de los impulsos depende del entorno y de la interrelación con el niño, en el sentido de un control externo de determinadas conductas y actitudes del niño que este irá interiorizando. Es llamativo el rodeo, y la incoherencia. En la actualidad un alarmante y excesivo número de niños, que presentan problemas de comportamiento y autocontrol, están siendo diagnosticados con TDAH y medicados.

Las consecuencias de este planteamiento son tremendas, con efectos en la subjetividad del niño, el cual será identificado -ya muy pequeño- como un niño con un trastorno. Hoy en día, además, con el desarrollo de internet, es fácil difundir ese discurso aparentemente “científico”, pero más cercano a una ideología. Todo el mundo habla de “niño hiperactivo” y cree saber diagnosticarlo.

En la actualidad existe una biomedicalización del sufrimiento infantil, que encubre los profundos cambios socioeconómicos, políticos, ideológicos y culturales que han transformado la sociedad en los últimos años (falta de tiempo con los hijos, presión económica, familias desestructuradas, familias monoparentales con importantes dificultades, etc.).

El TDAH no es un problema de desequilibrio químico, es un problema de desequilibrio en la forma de vida, y salvo casos muy concretos, es un efecto de ciertas dificultades que transcurren en etapas tempranas (problemas afectivos en la familia, conflictos en la relación entre los padres, desautorización entre ellos, estilos educativos excesivamente permisivos, protectores y con ausencia de límites claros y sostenidos de forma coherente, etc.)

Es fundamental lo que ocurre en la relación con los niños en los primeros años, tal como hemos ido hablando en diferentes artículos. Los niños hacen síntomas y muestran su malestar con alteraciones de comportamiento, con dificultades en la escuela, con somatizaciones, etc. La falta de atención, la hiperactividad y la impulsividad, son ejemplos de ello.

 

¿Qué efectos tienen los silencios y secretos familiares en el psiquismo de las personas?

Con frecuencia, en el trabajo clínico, hemos de abordar síntomas y problemas, en ocasiones de gravedad, que tienen que ver con acontecimientos ocurridos y que han quedado ocultos, silenciados, verdaderos secretos familiares. En ocasiones, indudables pactos de silencio que se imponen, aunque no se haya hecho de forma explícita.

En ocasiones el silencio es debido a que el suceso es desagradable, o se vive con vergüenza o humillación, sería un intento de negación, por ejemplo:

  • Un embarazo fuera del matrimonio
  • Ludopatía, ruina económica
  • Un suicidio en la familia (peor si es de madre/padre; tema complejo, que suscita culpas y preguntas frecuentemente sin respuesta)
  • Un abuso/agresión sexual
  • Una muerte trágica
  • Un acto criminal

Otras veces el silencio se debe a que ese hecho o recuerdo produce angustia, sentimientos dolorosos, o preocupación por cómo lo vivirá el niño, y es un intento de evitar el dolor y el sufrimiento, y/o de alejar sentimientos de culpa, por ejemplo:

  • Haber sido abandonado por un progenitor
  • La existencia de un hijo muerto
  • Un familiar desaparecido
  • Que el niño es adoptado
  • Una enfermedad mental

Algunos de estos silencios pueden tener efectos graves en el psiquismo de las personas involucradas.

Con los niños se cometen muchos errores en este sentido, con la intención inicial de protegerles o de evitarles sufrimiento, ya lo hemos comentado en otros artículos. Sin embargo, con buena parte de dichos secretos, al no hablar de lo que ha ocurrido, al imponer el silencio, se deja a las personas sin ningún soporte que permite poder ir elaborándolos, es decir, son hechos vividos, pero al mismo tiempo podríamos decir “no vividos”, puesto que no se han podido historiar, articular, procesar. Eso hace que, al contrario de lo que se pretende con el secreto, consciente o inconscientemente, como sería alejar el suceso, olvidarlo negarlo, siempre acaban estando “presentes”, surgiendo de otras formas, las cuales no dejan de conllevar sufrimiento y dificultades para la persona. Además, no es cuestión de que pase el tiempo, de “olvidar” o, como tanto se dice, de “pasar página”, pues sólo se puede borrar algo que primero ha sido escrito.

Es decir, todo ello, y de distinta forma (hay sucesos de mayor gravedad que otros), aunque el secreto se sumerja bajo el manto del olvido y de la falta de memoria, o de forma más activa con amenazas para mantener el silencio, siempre están las huellas que acaban conduciendo a ello. Todo lo reprimido retorna. Las marcas de lo que no se dice siempre quedan en alguna parte, e insisten.

Es muy patente, por ejemplo, en casos de abuso sexual en la familia, cómo lo más traumático no son los hechos en sí, que lo son tremendamente, sino la imposición de silencio que en muchas ocasiones ha existido al respecto, incluso evitando escuchar el relato de la persona abusada. Las repercusiones a nivel psicológico son tremendas.

Cuando no se pueden elaborar hechos o acontecimientos, debido al silencio, es como si se produjera un agujero, el cual, con su fragilidad e inconsistencia, acabará poniéndose de manifiesto en forma de síntomas psíquicos (depresión, fobia, etc.), o incluso a través del cuerpo (ej. enfermedades psicosomáticas). Hablarlo permite ir haciendo algo a nivel psíquico con ese “agujero”, irlo suturando.

Estamos hechos de palabras, palabras que nos preexisten desde antes de nacer en el discurso de nuestros padres. Las palabras, no sólo las dichas, también las calladas, las secretas, tienen el poder de transmitir (a pesar del sujeto). Podemos ilustrar con otro ejemplo: tras morir un hijo se pone el mismo nombre al hijo siguiente, pero no se habla de ese hijo perdido, de su muerte, de lo que pasó, ni de la hecatombe emocional sufrida, pero en ese nombre cuánto de todo eso tan silenciado, cuánta carga emocional, se está transmitiendo al nuevo niño. He conocido algún caso, y son personas con importantes síntomas, frecuentemente psicosomáticos.

Las palabras pueden enfermar cuando permanecen reprimidas, y pueden curar cuando el sujeto puede hablar.

Es un error pensar que como un acontecimiento ocurrió hace mucho tiempo no se puede hacer nada al respecto y pasa a ser cosa del pasado. Se suele creer que sólo es cuestión de que “pase el tiempo” y, entonces, mejor no hablar de ello. Al contrario, este tipo de vivencias con todo lo que implican, sometidas a la ley del silencio, no sólo perduran, sino que sus efectos psíquicos se transmiten incluso a otras generaciones. No se transmiten a través de los genes, pero se transmiten.

En un trabajo psicoanalítico se trata de propiciar, escuchando, una forma de representar esos acontecimientos y hechos de los que se apartó a esa persona con el silencio impuesto, produciendo tantos efectos.

Lo traumático no son los acontecimientos en sí, por muy difíciles que puedan ser (se pueden ir elaborando), el problema es que queden reprimidos, y aparezcan y se repitan al no haberse podido procesar psíquicamente. De esta forma quedamos a su merced. Por eso es muy importante hablar, historiar, y que haya alguien que escuche (no que oiga, sino que escuche).

Con esto tampoco quiero decir, ni se trataría de ello, que hay que hablar y hablar, a veces las palabras son insuficientes para expresar determinadas vivencias. Nos faltan palabras por ej. cuando muere un ser querido, pero en cualquier caso ese silencio es diferente de lo que sería esa especie de “prohibición de hablar”. El primero sería un silencio abierto a las palabras, a poder decir y a querer escuchar por parte de los otros, no es un silencio que inhibe y cierra la palabra, sino que la propicia, diferente completamente de los silencios, secretos y tabúes familiares.

¿Por qué hablar del cuerpo en un espacio como éste, que no es de Medicina?

Las consultas por enfermedades psicosomáticas y síntomas físicos, en las cuales se ha descartado un origen orgánico, son relativamente frecuentes. En ocasiones es el mismo médico quien recomienda la consulta (casos de fibromialgia, hipertensión, cardiopatía, problemas digestivos, en la piel …).  Tratar  este tema requiere abordar la cuestión del Cuerpo.

De forma general podemos decir que hay una relación entre lo corporal y lo emocional (por ejemplo, después de un disgusto se puede sentir que se «cierra” el estómago, no se puede comer, o se produce dolor).

Con frecuencia el sufrimiento psíquico se expresa o aparece a través del cuerpo: cuadros de ansiedad, problemas digestivos, dolores y molestias diversos, enfermedades psicosomáticas (colon irritable, ezzemas y determinadas enfermedades de la piel, alergias, asma, etc.).

En ocasiones, tales molestias interrogan a la persona, que ve el rastro de cuestiones relacionadas con su historia o con sus vivencias, por ej. “todo empezó cuando empecé la universidad”.

En otros casos, el fenómeno psicosomático es vivido como algo separado de lo psíquico, algo que se muestra en el cuerpo pero sin simbolizar, como puede ser el caso de un ezzema, hipertensión, etc.).

Aunque a veces se recurre a la explicación «genética» de determinados problemas físicos, en un intento de dar una explicación, y vivimos en una época en donde predomina el enfoque biologicista, bioquímico y genético de las enfermedades, cada vez más por otro lado, se sostiene que la “herencia”, lo heredado, sería más bien una predisposición, una “facilitación” genética,  y que dependería del contexto social/familiar/ambiental, para que dicha predisposición genética tenga un efecto patológico o no. Es decir, lo genético es inseparable del contexto, y de las vivencias y experiencias particulares de cada persona.

También es fácil observar como una enfermedad “orgánica” no viene en cualquier momento de la historia de una persona (historia subjetiva). Por ejemplo, en muchas ocasiones, en el surgimiento de una enfermedad física, se ve el rastro de un estado depresivo (algunos casos de eclosión de una demencia tras la muerte de un ser querido, determinados procesos de cáncer …).

Estas consideraciones tienen que ver con una idea fundamental en la que queremos insistir hoy y que nos puede ayudar a entender la complejidad del psiquismo humano, así como de síntomas y enfermedades que afectan al cuerpo o surgen en relación con él, tal como hablamos, pero cuyo origen no es exclusivamente físico.

Esta idea central es que para el ser humano el cuerpo no coincide con su  organismo. El organismo es lo que nos es dado, pero el cuerpo se “construye”, además de con el organismo, con la imagen y con las palabras. Y esa imagen y esas palabras nos vienen de Otro.

Resumiendo, estaría en juego:

  • Lo real del organismo
  • Lo imaginario de la apariencia
  • Lo simbólico del nombre

Es decir, el cuerpo es algo que se construye a través del lenguaje y requiere claro está un organismo vivo y una imagen que le da unidad.

El niño no puede construir eso sólo. El niño no viene al mundo con una noción o vivencia de su cuerpo, de su yo, de su unidad.  Lo construye con las palabras de las personas que le traen al mundo (palabras que le preexisten ya antes de nacer) y a través de esa relación con esas figuras fundamentales (materna y paterna), que le permiten construir una imagen de su cuerpo. Los hilos de lo orgánico y de las palabras, se entrelazan en el mismo tejido.

El niño llega al mundo rodeado de palabras (cómo ha sido “deseado”, cómo se le imagina, cómo será, qué se espera de él o se proyecta en él, el nombre que se le da, etc.). Palabras que remiten a cuestiones conscientes pero también inconscientes de los progenitores.

Hablamos por tanto del mundo simbólico. El niño tiene que ser hablado por sus predecesores, formar parte del contexto familiar, de sus ideales o rechazos, es decir, de un medio social-histórico.

Además, junto con ese mundo simbólico, de lenguaje, está la mirada de esas figuras fundamentales que devuelve al niño una imagen de unidad, de un cuerpo unificado, a modo de espejo (Lacan, psicoanalista francés, formuló lo que denominó “Fase del Espejo”). Es ese Otro que le dice al niño “eres tú”, “eres Ana”, “eres mi hijo”, “eres guapo», «eres inteligente …”, «te pareces a …».

Lo que el niño sabe inicialmente de su cuerpo, de él mismo, le viene de fuera, aunque luego venga a unirse a sus propias sensaciones, a lo que él percibe a través de su cuerpo y de sus sentidos, ese contorno, esa piel, esa imagen de unidad que luego construye.

Son las palabras, en primer lugar las de la madre, las que desde el primer instante van anudándose a esas primeras sensaciones y procesos físicos que se dan en el organismo del niño (relacionados con la alimentación, la higiene, los cuidados …).  Funciones corporales, procesos orgánicos, sensaciones físicas,  que nunca, ni desde antes de nacer, transcurren solos, siempre están entrelazados a ese mundo de palabras y deseos de los progenitores.

Aunque estos procesos se den de forma “espontánea”, “natural”, no se trata de un proceso orgánico exclusivamente, instintivo o madurativo. Y todo lo que ocurre ahí es de trascendental importancia, porque tiene que ver con la relación con los otros (palabras, símbolos, historia).

Por eso, la estructuración psíquica de una persona, los primeros años de la vida son tan fundamentales y determinantes. Es donde nos construimos como seres humanos, no somos exclusivamente un organismo.

Todo lo dicho nos permite pensar en los avatares de ese proceso de constitución y “desarrollo” del niño:  carencias o excesos en los cuidados, expectativas, ideales, etc., sin hablar de situaciones traumáticas, abandono, abuso, maltrato, etc., y su interrelación con el cuerpo.

Ese “anudamiento” entre  organismo real – imagen – palabras, que conforman lo que somos, cuerpo y mente, explica la complejidad de la persona y permite entender por qué hay sufrimientos que se expresan a través del cuerpo, o por qué el cuerpo “muestra” o “expresa” lo que no podemos decir o poner en palabras, y aparecen en él “marcas” de vivencias que no se pudieron simbolizar.

 

Se trata de un tema fundamental. Muchos problemas psicológicos que aparecen en la edad adulta, algunas “depresiones” sin causa aparente, tienen su origen en pérdidas y duelos no elaborados en la infancia.

 

Las vivencias de pérdida son importantes

La vivencia de pérdida es algo presente ya desde los primeros años de vida: el mismo hecho de nacer de alguna forma lo es (dejar ese “paraíso” que es la vida uterina, de repente tener que respirar, alimentarse, sentir frío, etc.). Y a partir de ahí otras sucesivas (perder el seno materno, el chupete, dejar de ser el centro de atención de los padres porque nace un hermanito, que se muera una mascota, etc.).

Lo que ocurre con estas pérdidas, es decir, con estos duelos, es fundamental en relación a lo que ocurrirá con otras posteriores, y por supuesto con la pérdida de seres queridos (abuelos, padres, hermanos, amigos, etc.).

Al igual que en el resto de cuestiones y aspectos de la vida, con respecto a los niños, es fundamental lo que ocurre en la familia, lo que hagan los padres (o personas que realicen esa función), en definitiva, los adultos, con respecto a las situaciones importantes de pérdida y duelo. Pueden ayudar al niño a elaborar dichas experiencias, o pueden obstaculizar que esa elaboración pueda realizarse.

Nos encontramos en una sociedad que vive, en general muy de espaldas al malestar y a las vivencias de pérdida, enfermedad o muerte. No sólo en tanto la muerte como tal ha quedado reducida al ámbito hospitalario, con ritos funerarios rápidos. Lo vemos en actitudes predominantes hoy en día, tales como “hay que ser positivos”, “hay que pasar página” etc. Se tiende a mirar a otro lado, a eludir o negar lo que nos afecta y lo que nos causa dolor.

Hay muy poca tolerancia al malestar y a los sinsabores de la vida. Estar triste enseguida se asimila a tener “depresión”. Por ejemplo, no es raro que se receten fármacos para el duelo. Hay prisa e incomprensión sobre estos procesos de elaboración de la pérdida (lo vemos en el ejemplo de un paciente que había perdido a su madre y a los pocos meses su pareja insistía en ir al psiquiatra para medicación, “porque había pasado mucho tiempo y ya tendría que estar bien”).

Con frecuencia, si no hay una explicación rápida y aparente de un malestar, enseguida se deduce que no hay causa, o se recurre a la explicación del “desequilibrio bioquímico” en el cerebro. Estas explicaciones, junto con la medicación, acaban produciendo un mayor alejamiento afectivo en la persona con respecto a o que le ocurre y a lo que está en el origen de su malestar, produciendo mayores dificultades para elaborarlo.

Estamos inmersos en una “cultura de la pastilla”: algo externo ha de producir un cambio interno, en detrimento de lo vivencial, de la idea de proceso y de elaboración psíquica.

Vivimos en una época que sostiene más que nunca que el malestar cotidiano se debe a la ausencia del objeto adecuado que pueda evitarlo (ej. psicofármacos, objetos de consumo, o determinadas sustancias). No quiere oírse que no todo malestar (del alma, del corazón o como queramos decirlo) es una enfermedad, que la falta forma parte de nosotros, y que no hay un objeto que pueda colmarnos por completo.

Se tiende a dar todo a los niños, a taponar con objetos esta falta que es constitutiva del ser humano. ¿Qué ocurre finalmente? Que los niños no atraviesan esas experiencias que les permiten simbolizar la frustración y la pérdida, y esto también va a tener una gran importancia en la posibilidad de afrontar otras pérdidas mucho más importantes que se pueden presentar y en cuanto a la realización del duelo. Además, cada pérdida evoca a las anteriores, por eso es tan importante la época infantil con respecto a este tema.

Por todo ello, la responsabilidad como adultos, a nivel familiar y social es enorme.

Es algo en lo que quiero insistir hoy.

 

Actitudes que dificultan el proceso de duelo en los niños

Hay actitudes que son muy frecuentes y dificultan tremendamente el proceso de duelo en el niño, con todo lo que ello supone para el futuro. Ya nos hemos referido a comentarios del tipo “hay que pasar página”, “hay que ser positivo”, “distráete”, no tolerar o comprender que la persona llore o esté triste …

Con los niños se llega a extremos sorprendentes, por ejemplo, actitudes como las siguientes:

  • Pensar que decir “no” a un capricho o deseo del niño es “malo” o “traumático” porque le causará tristeza o malestar. (Es una actitud muy extendida, con muy negativos efectos en los niños).
  • No dejar que el niño tenga la vivencia de pérdida u ocultarla: por ejemplo, se muere una mascota, se compra otra inmediatamente para que el niño no lo note y “no sufra”.
  • Se dicen mentiras insostenibles sobre lo que ocurre: por ejemplo, muere un abuelo y se dice al niño que “está de viaje”, sin más explicaciones.
  • Se excluye a los niños de momentos importantes (hospital, entierro, etc.). Una cosa es evitarles ciertas situaciones impactantes, según la edad, otras dejarles fuera de todo, ajenos a las vivencias de la pérdida y su proceso.
  • No se tolera que el niño esté triste, abatido, llore, con expresiones como “tienes que ser fuerte”, “los chicos no lloran” …
  • Se instala un manto de silencio sobre todo lo que tiene que ver con la pérdida vivida. Por ejemplo, un niño que encuentra a su padre suicidado y, no se habla de ello, ni se explica, solamente se instala el silencio y el vacío. O un padre/madre que abandona a la familia cuando el niño es pequeño, y no se vuelve a hablar de él/ella, ni a nombrar.

(Todos los casos mencionados son reales, escuchados en el trabajo clínico con pacientes en consulta).

No hablamos, por supuesto, de que los niños tengan que sufrir innecesariamente, o de que no haya que cuidar qué situaciones están viviendo, ni atender a lo que puede afectarles, teniendo en cuenta su edad y características, pero sí quiero insistir en las actitudes y planteamientos, que abundan, por otro lado, y que dificultan enormemente la posibilidad de los niños de elaborar pérdidas y realizar el duelo.

Claro que como padres o adultos nos gustaría ahorrar sufrimiento a nuestros hijos o a los niños en general. Pero, si se produce una herida, todos aceptamos que es algo que ocurre a veces en la vida, que hay que desinfectarla, cuidarla, y que llevará cierto tiempo que cure. No se nos ocurriría poner una venda sin desinfectarla, no pensaríamos solamente en tomar analgésicos para el dolor, o mirar para otro lado para no verla, ignorando que podría infectarse.

Lo que no se hace con una herida física, sí se produce con frecuencia con esas otras heridas, las del alma, con las experiencias difíciles (pero importantes) de la vida, que originan sentimientos o emociones intensos.

Esas experiencias, que causan heridas del alma (muerte u otro tipo de pérdidas), también llevan su proceso de “cicatrización”, para lo cual tenemos también ciertos recursos: ese trabajo psíquico que es el duelo, con su proceso de experimentar la pérdida y las emociones que conlleva, hasta su elaboración.

 

 

 

¿Cuáles son los problemas y síntomas más frecuentes en los niños?:

Los niños suelen hacer síntomas que están relacionados con funciones corporales o con aspectos que son importantes para los padres. Síntomas que, aunque transcurran en el plano físico, siempre van asociadas a la relación con aquellos (o personas que realizan dicha función materna/paterna) y al plano emocional.

Enuresis, miedos, fobias, problemas con la alimentación, con el sueño (pesadillas), nerviosismo e hiperactividad, problemas de comportamiento (rabietas, pataletas, irritabilidad, agresividad), problemas escolares (de aprendizaje, de rendimiento, de relación), cuadros depresivos, síntomas psicosomáticos (problemas digestivos, dolor de cabeza …), etc.

Suelen darse diferentes actitudes por parte de madres y padres a la hora de encontrarse con tales problemas. Por ejemplo:

  • Pensar: “ya se le pasará, es pequeño, mejorará cuando crezca …“
  • Considerar que su hijo/a “es así, es su carácter, ha nacido así”, o bien “yo también era así de pequeño/a …”
  • Tener sentimientos de culpabilidad, lo cual puede influir a la hora de demorar una consulta con un profesional.
  • Pensar que es preciso consultar ante la más mínima cuestión.

Los síntomas expresan un conflicto, por lo que lo importante no es la apariencia externa del síntoma, sino poder desvelar, “desanudar” ese conflicto. Un mismo síntoma no significa lo mismo en un niño que en otro, son muchos los elementos en juego. Por ejemplo:

  • Un niño con importantes problemas de aprendizaje y comportamiento, de cinco años: su padre se había marchado siendo bebé, y nadie le habló nunca del padre, ni siquiera de su existencia.
  • Otro de la misma edad, también con problemas de aprendizaje y comportamiento, relacionados con falta de límites por parte de los padres, excesivamente a disposición del pequeño.
  • Niña de seis años, con enuresis tras el nacimiento de un hermanito.
  • Otra niña con el mismo síntoma tras sufrir un abuso sexual.

Son ejemplos de problemas o síntomas aparentemente similares, pero muy diferentes en cuanto a su origen, alcance, y seguramente proceso de evolución. Por eso es imprescindible explorar la situación y atender a lo particular de cada caso.

Es difícil pensar que un hijo pueda sufrir sin sentir responsabilidad o culpabilidad como padres.

Siempre insistimos en la trascendencia de la época infantil, en tanto se constituye el psiquismo de la persona y ello lleva a plantear si son los padres los causantes o “culpables” de los problemas o síntomas de sus hijos. Sobre esta cuestión es fundamental realizar varias consideraciones:

Aunque no hayan existido situaciones traumáticas, pese a no pertenecer el niño a una familia desestructurada, problemática o marginal, aun cuando se trate de un “niño deseado”, incluso así el niño puede sufrir. Los síntomas o problemas se van construyendo y forman parte de cualquier estructuración psíquica. Crecer no es un proceso lineal, madurativo, con pasos que se van cumpliendo. Existen momentos de obstáculo y dificultad que podríamos decir se “disuelven” por sí solos. Es decir, los conflictos forman parte del psiquismo humano.

Cuando el niño nace viene a ocupar un lugar en el deseo inconsciente de los padres con respecto a ese hijo en particular, lo cual tiene a su vez que ver con la historia familiar de cada uno de ellos y con sus respectivas maneras de vivir la maternidad o paternidad. Pero la estructuración psíquica del niño sería imposible sin estos deseos que forman sus primeras marcas subjetivas, el primer marco que posibilitará un lugar simbólico en el mundo.

No se puede prescindir de esa “influencia” o de esa “causación” de las figuras materna y paterna que es estructurante, ni de esa herencia que se transmite en su mayor parte de manera inconsciente (y que con frecuencia hace confundir y pensar que son cuestiones de herencia genética).

Por otro lado, las actitudes y reacciones de los padres son enormemente importantes: que transmitan seguridad, estabilidad, capaces de escuchar y ponerse en el lugar de su hijo, que sepan dialogar y comunicarse, que puedan conjugar flexibilidad con límites claros y estables, coherentes en sus planteamientos y forma de vida, es decir, todo lo que tendría que ver con el cuidado y la educación de los hijos, son cuestiones fundamentales. Por otro lado, son aspectos en los que como padres se puede trabajar, interrogarse y “aprender”.

En este sentido, todo lo que comentamos (de los padres) tendrá que ver con los posibles problemas de ese hijo, pero también con sus aspectos positivos, sus elecciones vitales, sus ideales y con parte de sus éxitos.

Tampoco hay que olvidar la responsabilidad de cada uno de nosotros (todos hemos sido hijos) en relación con eso que “heredamos” de nuestros padres y de quienes nos preceden, qué haremos con ese legado, cómo lo utilizaremos y en qué lo transformaremos. Tenemos una responsabilidad que es nuestra, de construir nuestra vida, también de intentar asumir nuestras dificultades y afrontarlas.

En caso de un problema o síntoma de un niño, más que sentirse culpables, lo fundamental es poder “preguntarse”. En ocasiones hay que hacer un trabajo de desculpabilizar a los padres, porque dicha culpa les bloquea, por ejemplo, cuando un hijo presenta problemas tras una separación. Con frecuencia, en el trabajo clínico con niños, el hecho de que los padres empiecen a hacerse preguntas tiene efectos muy rápidos y positivos en el problema del niño, porque eso ya implica un cambio de posición en los padres con respecto al pequeño y a lo que ocurre, y tiene efectos en él.

¿Cuándo consultar?

  • No hay que consultar al primer signo de dificultad o de aparición de algún síntoma o problema, como decíamos anteriormente, el proceso de crecer y desarrollarse psicológicamente no es lineal ni sin conflictos.
  • Sí está indicado hacerlo cuando se observa que no se trata de algo pasajero sino que se instala y permanece.
  • También cuando por la intensidad del síntoma y la afectación del niño es importante explorar qué está pasando y, en su caso, poder proporcionar ayuda al pequeño.