La violencia ejercida por parte de menores en el ámbito familiar (contra padres, hermanos, abuelos, etc.) ha aumentado de forma notable en los últimos años.

Jueces, fiscales y abogados, transmiten cada vez más su preocupación al respecto.

Es una problemática fundamental que es preciso contemplar desde distintos ángulos, sin quedarse en la apariencia de la cuestión.

Si bien siempre han existido casos de violencia intrafamiliar, relacionados con familias desestructuradas, violentas, consumo de drogas, enfermedad mental, etc., están en aumento de forma significativa los casos de chicos y chicas (en ocasiones de corta edad), que pertenecen a familias estables, con medios económicos, etc., que ejercen la violencia contra sus padres y familiares.

Una vez que la problemática de la violencia en la familia irrumpe, es un tema muy complicado, llegando a la denuncia, proceso penal, etc., por eso no dejamos de insistir en los antecedentes y los orígenes de esta cuestión, ya que no es algo que surge de repente. Todos los problemas tienen una historia y con frecuencia suelen fraguarse durante un tiempo, con unos inicios. Un fuego, por muy grande que sea, comenzó siendo una diminuta llama.

Repetidamente oímos explicar este tema de la violencia por la influencia de los contenidos violentos que pueden verse en televisión, internet y videojuegos, en los cuales se normaliza el uso de la misma.

No vamos a cuestionar que tantos contenidos de este tipo puedan producir efectos, trivializando un tema como este, sin embargo, dicha explicación acaba siendo una respuesta generalizada que impide pensar.

Suele explicarse también por las “carencias afectivas”, en el sentido de falta de amor, afecto o atención por parte de los padres hacia los hijos. Cuestión que por supuesto es fundamental en el desarrollo de un niño.

Sin embargo, en las consultas vamos viendo progresivamente un aumento de casos de familias que “no pueden con sus hijos” (en ocasiones muy pequeños, ya hemos hablado de ese tema aquí). Niños colmados de atenciones, de afecto, y de todo, desde el principio de sus días. Niños colocados por sus padres en un auténtico pedestal, respondiendo a todos sus pedidos y demandas de continuo, evitándoles cualquier frustración.

Como los efectos que va produciendo en las actitudes y carácter del niño van siendo visibles desde los primeros años, enseguida surge la idea de que “es que mi hijo tiene mucho carácter”, lo cual viene a dar una explicación rápida de lo que sucede, ante lo cual poco se podría hacer, el niño es así, sin poder pararse a pensar y reflexionar en sus propias actitudes como madre/padre con respecto al menor y sus efectos.

La historia que se repite suele ser la de un niño sobreprotegido, al que le dan de todo, el cual con sus pataletas y rabietas desde muy pequeño va imponiendo sus “normas de funcionamiento”.  No ha tenido límites y después ya no los acepta. Auténticos niños tiranos. No toleran un “no”, ni frustraciones, necesitan imponer su voluntad y su capricho. Por ello y al mismo tiempo suelen carecer de empatía.

Las consecuencias de esta especie de círculo vicioso son enormes: dificultad para ponerse en el lugar de los demás, falta de respeto al otro, dificultades para el autocontrol emocional, impulsividad, “hiperactividad”, problemas para tolerar incluso pequeñas frustraciones cotidianas, dificultad con los límites y normas, problemas para asumir responsabilidades y obligaciones, problemas escolares, fracaso escolar, etc.

En resumen, podríamos hablar de que lo que está en el origen es un exceso de atención y protección, así como de tolerancia y permisividad.

Tanto en la consulta como fuera de ella (profesores, personas que atienden comercios, peluquerías, restaurantes, etc.), oigo muy a menudo comentarios acerca de la creciente dejadez de muchos padres a la hora de poner límites y educar a sus hijos en el mínimo respeto al otro: niños que corren por el restaurante, que juegan con la tablet a alto volumen, o que descolocan las estanterías del comercio, ante la mirada impasible o simplemente incapacidad de reacción de los padres, realmente desbordados e incapaces de poner límites a sus hijos.

La violencia es entre otras cosas un efecto de todo lo anterior, y afectará en primer lugar a la misma familia. Es por tanto necesario reflexionar sobre sus causas.

El desbordamiento de padres y familias se suele volcar después en la Escuela, trasladando la expectativa (exigencia) de la educación a maestros y profesores. Sin embargo, los maestros y profesores están muy limitados, por más que se pretenda lo contrario, para transmitir todo eso de lo que hablamos (autocontrol emocional, respeto a los demás, valores, etc.) si no los transmite la familia, pues dichos cimientos se asientan desde los primeros meses. No se pueden construir los cimientos de un edificio cuando hemos levantado dos pisos. Además, por lo general, la dificultad de los padres de contrariar a sus hijos se pondrá de manifiesto también en la negativa a aceptar que los profesores lo hagan.

Por otro lado, el marco escolar no facilita tampoco el trabajo de los profesores en este sentido, los cuales se sienten con escasas herramientas, tolerando faltas de respeto, mal comportamiento en clase, etc., al mismo tiempo que sienten que se deposita en ellos una gran presión por parte de las familias y de la sociedad, responsabilizándoles de la educación en valores. Una educación, tanto en la familia como en la escuela que insiste en “derechos”, pero no en “obligaciones”.

Existe la creencia con diferente tipo de cuestiones, algunas trascendentales como la que nos ocupa (la violencia), de que “ya se irá pasando según el niño va creciendo”. Es un error con grandes consecuencias.

Mirar para otro lado nunca sirve ni es adecuado para abordar ningún problema.

Es fundamental la crianza y la educación dentro de la familia, la convivencia con los hijos. Los niños aprenden en gran parte con el ejemplo y las vivencias que les proporcionamos, no con información o sermones exclusivamente. No hablo de presencia física, he visto madres y padres muy presentes físicamente pero realmente ausentes de la vida de los hijos.

Eso de lo que tanto se habla hoy en día en las escuelas e institutos: “la inteligencia emocional” (habilidad para percibir, usar, comprender y regular nuestras emociones y las de los demás), tiene que ver con todo lo que venimos diciendo. No puede aprehenderse (incorporarse, integrarse psíquicamente) en un taller o en un curso exclusivamente, o informando a los niños y adolescentes de su importancia.

¿Qué es el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad – TDAH-?

Se trata de un diagnóstico infantil que ha aumentado de forma exponencial en los últimos años. Preocupante por el excesivo diagnóstico y porque suele abordarse con medicación.

Es importante hacer un repaso de qué es este “trastorno” infantil y por qué está siendo tan frecuente.

Se define como un trastorno que se inicia en la infancia y se caracteriza por dificultades para mantener la atención, exceso de movimiento e impulsividad (hiperactividad), así como dificultad en el control de los impulsos.

 

Síntomas

Los síntomas pueden resumirse en los siguientes:

  • Inquietud, movimiento …
  • Dificultad para controlar las emociones y la conducta: el niño es impaciente, interrumpe las conversaciones, se precipita al hablar, tiene frecuentes rabietas.
  • Fácil distracción, dificultades para escuchar, para seguir las normas de un juego, evitación de tareas que requieren un esfuerzo sostenido, búsqueda de gratificación inmediata.

Todo ello tiene enormes consecuencias en la vida familiar, escolar y social.

Como puede observarse en la sintomatología, no existen diferencias entre estos supuestos síntomas de un niño “hiperactivo” y el comportamiento y actitudes de un niño educado sin límites y al que no se ha transmitido la tolerancia a las frustraciones.

 

¿Cuáles son las causas de este “trastorno”?

Es un tema muy controvertido, y hay enormes divergencias. El discurso predominante en la actualidad sobre este “trastorno” (el cual no comparto), consiste en que se trata de un “trastorno de origen neurobiológico y muy probablemente de transmisión genética”. Se relaciona con un “mal funcionamiento de ciertas áreas del cerebro (zona prefontral, zona cerebelo y ganglios basales)”. Esto se plantea porque estudios neuropsicológicos demuestran que dichas zonas están relacionadas con la atención y el control de impulsos. Se suele aceptar que factores socio-ambientales pueden influir en el problema, aumentando la gravedad, pero sin considerarlos causa del trastorno.

Se trata, como decíamos, de un tema muy polémico y, aunque lo expuesto anteriormente constituye el  discurso predominante, existen divergencias y planteamientos diferentes sobre el mismo.

Esta concepción biologicista junto con la propuesta de una medicación, genera una sensación de alivio social y familiar: aparentemente existe una “solución”, y, además, nadie es responsable. Con frecuencia los padres piensan: “nos ha tocado”, no hay nada que revisar o interrogarse a nivel de la vida familiar y social.

Sin embargo, hay mucho que decir al respecto.  El desarrollo del cerebro, desde el mismo embrión, es continuo. Es un órgano tremendamente “plástico”. Está comprobado con estudios neurobiopsicológicos que es la interrelación con el ambiente (primero con los padres, con la familia, después en la escuela y en la interacción social)  lo que estimula el desarrollo del cerebro y sus diferentes áreas. Es así como se van desarrollando las conexiones nerviosas, y por ende las distintas áreas y capacidades. Por citar un ejemplo, en estudios realizados con niños que estudian música se ha comprobado un mayor desarrollo de las áreas cerebrales implicadas en la realización de dicha actividad. Se podrían citar muchos otros.

La herencia genética no es lo que determina exclusivamente el crecimiento y capacidades del cerebro. Se trata de algo fundamental, es decir, el funcionamiento cerebral sería el resultado de la interacción del niño con su entorno.

 

¿Cómo se diagnostica el TDAH?

Hay que aclarar que la forma de diagnóstico del TDAH se realiza solo en base a observaciones del comportamiento de los niños,  realizadas por los padres y/o por los maestros, los cuales rellenan un formulario respondiendo a diversas preguntas sobre el comportamiento del pequeño. No existen pruebas definidas como objetivas, tales como marcadores bioquímicos, pruebas neuropsicológicas o genéticas, o estudios de neuroimagen, capaces de detectar los supuestos desequilibrios bioquímicos origen del TDAH. En cambio, el discurso imperante es el del origen bioquímico, que dota de una supuesta “cientificidad” a este diagnóstico.

No deja de ser curioso, en cualquier caso, que cuando se plantea el tratamiento a seguir, además de la medicación que consiste en la administración de psicoestimulantes, se habla de:

  • Entrenamiento a padres (enseñar a los padres a “controlar la conducta perturbadora y potenciar la adecuada”).
  • Intervención escolar (tareas cortas, refuerzo positivo, etc.).
  • Tratamiento conductual del niño (autocontrol de la rabia, etc.).

Es decir, aparte de la medicación, que suele proporcionar tranquilidad a los adultos, seguramente porque no se les informa de los efectos secundarios y posibles problemas en los niños derivados del consumo de la misma, se pone el acento en la importancia del control de la conducta, es decir, de las actitudes y reacciones de los padres, o sea, de la interrelación con el niño. Las mismas personas/científicos que defienden este argumento, sostienen también que “para que el niño consiga un control de la conducta primero debe existir un control externo de la misma ya que éste es el proceso natural de adquisición del control de uno mismo, este control externo es el que se intenta fomentar mediante el uso adecuado de estrategias educativas que padres y maestros deben aplicar con coherencia y persistencia” (Admiten que con el paso del tiempo este control externo se interioriza y es posible el autocontrol). Es realmente sorprendente que tales afirmaciones no lleven a cuestionar el mismo origen neurobiológico tan argumentado.

En resumen, en dicho razonamiento, se ve la enorme contradicción y la falacia que encierra: primero se sostiene que el problema es neurobiológico/genético, y después al proponer el tratamiento, en una parte se reconoce que el control de la atención y de los impulsos depende del entorno y de la interrelación con el niño, en el sentido de un control externo de determinadas conductas y actitudes del niño que este irá interiorizando. Es llamativo el rodeo, y la incoherencia. En la actualidad un alarmante y excesivo número de niños, que presentan problemas de comportamiento y autocontrol, están siendo diagnosticados con TDAH y medicados.

Las consecuencias de este planteamiento son tremendas, con efectos en la subjetividad del niño, el cual será identificado -ya muy pequeño- como un niño con un trastorno. Hoy en día, además, con el desarrollo de internet, es fácil difundir ese discurso aparentemente “científico”, pero más cercano a una ideología. Todo el mundo habla de “niño hiperactivo” y cree saber diagnosticarlo.

En la actualidad existe una biomedicalización del sufrimiento infantil, que encubre los profundos cambios socioeconómicos, políticos, ideológicos y culturales que han transformado la sociedad en los últimos años (falta de tiempo con los hijos, presión económica, familias desestructuradas, familias monoparentales con importantes dificultades, etc.).

El TDAH no es un problema de desequilibrio químico, es un problema de desequilibrio en la forma de vida, y salvo casos muy concretos, es un efecto de ciertas dificultades que transcurren en etapas tempranas (problemas afectivos en la familia, conflictos en la relación entre los padres, desautorización entre ellos, estilos educativos excesivamente permisivos, protectores y con ausencia de límites claros y sostenidos de forma coherente, etc.)

Es fundamental lo que ocurre en la relación con los niños en los primeros años, tal como hemos ido hablando en diferentes artículos. Los niños hacen síntomas y muestran su malestar con alteraciones de comportamiento, con dificultades en la escuela, con somatizaciones, etc. La falta de atención, la hiperactividad y la impulsividad, son ejemplos de ello.

 

¿Cuáles son los problemas y síntomas más frecuentes en los niños?:

Los niños suelen hacer síntomas que están relacionados con funciones corporales o con aspectos que son importantes para los padres. Síntomas que, aunque transcurran en el plano físico, siempre van asociadas a la relación con aquellos (o personas que realizan dicha función materna/paterna) y al plano emocional.

Enuresis, miedos, fobias, problemas con la alimentación, con el sueño (pesadillas), nerviosismo e hiperactividad, problemas de comportamiento (rabietas, pataletas, irritabilidad, agresividad), problemas escolares (de aprendizaje, de rendimiento, de relación), cuadros depresivos, síntomas psicosomáticos (problemas digestivos, dolor de cabeza …), etc.

Suelen darse diferentes actitudes por parte de madres y padres a la hora de encontrarse con tales problemas. Por ejemplo:

  • Pensar: “ya se le pasará, es pequeño, mejorará cuando crezca …“
  • Considerar que su hijo/a “es así, es su carácter, ha nacido así”, o bien “yo también era así de pequeño/a …”
  • Tener sentimientos de culpabilidad, lo cual puede influir a la hora de demorar una consulta con un profesional.
  • Pensar que es preciso consultar ante la más mínima cuestión.

Los síntomas expresan un conflicto, por lo que lo importante no es la apariencia externa del síntoma, sino poder desvelar, “desanudar” ese conflicto. Un mismo síntoma no significa lo mismo en un niño que en otro, son muchos los elementos en juego. Por ejemplo:

  • Un niño con importantes problemas de aprendizaje y comportamiento, de cinco años: su padre se había marchado siendo bebé, y nadie le habló nunca del padre, ni siquiera de su existencia.
  • Otro de la misma edad, también con problemas de aprendizaje y comportamiento, relacionados con falta de límites por parte de los padres, excesivamente a disposición del pequeño.
  • Niña de seis años, con enuresis tras el nacimiento de un hermanito.
  • Otra niña con el mismo síntoma tras sufrir un abuso sexual.

Son ejemplos de problemas o síntomas aparentemente similares, pero muy diferentes en cuanto a su origen, alcance, y seguramente proceso de evolución. Por eso es imprescindible explorar la situación y atender a lo particular de cada caso.

Es difícil pensar que un hijo pueda sufrir sin sentir responsabilidad o culpabilidad como padres.

Siempre insistimos en la trascendencia de la época infantil, en tanto se constituye el psiquismo de la persona y ello lleva a plantear si son los padres los causantes o “culpables” de los problemas o síntomas de sus hijos. Sobre esta cuestión es fundamental realizar varias consideraciones:

Aunque no hayan existido situaciones traumáticas, pese a no pertenecer el niño a una familia desestructurada, problemática o marginal, aun cuando se trate de un “niño deseado”, incluso así el niño puede sufrir. Los síntomas o problemas se van construyendo y forman parte de cualquier estructuración psíquica. Crecer no es un proceso lineal, madurativo, con pasos que se van cumpliendo. Existen momentos de obstáculo y dificultad que podríamos decir se “disuelven” por sí solos. Es decir, los conflictos forman parte del psiquismo humano.

Cuando el niño nace viene a ocupar un lugar en el deseo inconsciente de los padres con respecto a ese hijo en particular, lo cual tiene a su vez que ver con la historia familiar de cada uno de ellos y con sus respectivas maneras de vivir la maternidad o paternidad. Pero la estructuración psíquica del niño sería imposible sin estos deseos que forman sus primeras marcas subjetivas, el primer marco que posibilitará un lugar simbólico en el mundo.

No se puede prescindir de esa “influencia” o de esa “causación” de las figuras materna y paterna que es estructurante, ni de esa herencia que se transmite en su mayor parte de manera inconsciente (y que con frecuencia hace confundir y pensar que son cuestiones de herencia genética).

Por otro lado, las actitudes y reacciones de los padres son enormemente importantes: que transmitan seguridad, estabilidad, capaces de escuchar y ponerse en el lugar de su hijo, que sepan dialogar y comunicarse, que puedan conjugar flexibilidad con límites claros y estables, coherentes en sus planteamientos y forma de vida, es decir, todo lo que tendría que ver con el cuidado y la educación de los hijos, son cuestiones fundamentales. Por otro lado, son aspectos en los que como padres se puede trabajar, interrogarse y “aprender”.

En este sentido, todo lo que comentamos (de los padres) tendrá que ver con los posibles problemas de ese hijo, pero también con sus aspectos positivos, sus elecciones vitales, sus ideales y con parte de sus éxitos.

Tampoco hay que olvidar la responsabilidad de cada uno de nosotros (todos hemos sido hijos) en relación con eso que “heredamos” de nuestros padres y de quienes nos preceden, qué haremos con ese legado, cómo lo utilizaremos y en qué lo transformaremos. Tenemos una responsabilidad que es nuestra, de construir nuestra vida, también de intentar asumir nuestras dificultades y afrontarlas.

En caso de un problema o síntoma de un niño, más que sentirse culpables, lo fundamental es poder “preguntarse”. En ocasiones hay que hacer un trabajo de desculpabilizar a los padres, porque dicha culpa les bloquea, por ejemplo, cuando un hijo presenta problemas tras una separación. Con frecuencia, en el trabajo clínico con niños, el hecho de que los padres empiecen a hacerse preguntas tiene efectos muy rápidos y positivos en el problema del niño, porque eso ya implica un cambio de posición en los padres con respecto al pequeño y a lo que ocurre, y tiene efectos en él.

¿Cuándo consultar?

  • No hay que consultar al primer signo de dificultad o de aparición de algún síntoma o problema, como decíamos anteriormente, el proceso de crecer y desarrollarse psicológicamente no es lineal ni sin conflictos.
  • Sí está indicado hacerlo cuando se observa que no se trata de algo pasajero sino que se instala y permanece.
  • También cuando por la intensidad del síntoma y la afectación del niño es importante explorar qué está pasando y, en su caso, poder proporcionar ayuda al pequeño.

Algo que vengo constatando en mi práctica en los últimos años es el progresivo aumento de un tipo de consulta realizada por padres de niños pequeños, de entre dos y seis años, que demandan ayuda formulada en los siguientes términos: «no podemos con nuestro hijo (hijo/a)».

¿Cómo es posible que unos padres (adultos) «no puedan» con un niño de tan corta edad? Y si «no pueden» con dos, tres, cinco años ¿qué ocurrirá cuando tenga, por ejemplo, catorce o quince? Y esta expresión «no podemos» no es ninguna metáfora, expresa la realidad que viven. Suelen acudir muy desconcertados, desbordados y angustiados por una situación que les cuesta reconocer, que no acaban de explicarse y que, en cualquier caso, no saben cómo solucionar.

El cuadro suele tener componentes muy similares: el pequeño no hace caso de lo que le dicen, es caprichoso, quiere salirse con la suya, suele ser desafiante, no admite un «no», no acepta las normas ni la autoridad de los progenitores, no tolera las frustraciones. Su reacción en forma de rabietas, pataletas, gritos, llegando en ocasiones a empujar, morder o pegar a los padres, acaba condicionando cada vez más las actitudes de éstos, quienes en un intento de evitar tensiones y conflictos acaban poco a poco sometiéndose a la «tiranía» infantil. Es el pequeño quien acaba determinando las reglas del juego dentro del hogar. La situación altera completamente la convivencia familiar y social, y la familia termina evitando situaciones tan cotidianas como reunirse con amigos, acudir a un restaurante o incluso salir a comprar, para eludir situaciones problemáticas en público.

Los adultos suelen pensar que el niño «tiene mucho carácter», que «necesita autoafirmarse», o que «esa es su personalidad» (causas genéticas), en ocasiones creen que su hijo es «hiperactivo», pues con frecuencia los comportamientos y actitudes mencionados van acompañados de gran inquietud y actividad motora, así como de fracaso escolar, en ocasiones incluso aparece el diagnóstico -tan sobreutilizado hoy en día y un auténtico cajón de sastre- de «Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad».

Si bien estas posibles razones son un intento de explicación, entorpecen al mismo tiempo la posibilidad de reflexionar sobre las causas que han conducido a tal punto. Como suele suceder, este estado de cosas no se origina de repente, más bien suele tener una historia.

Es recomendable prestar atención a estas actitudes tempranas en los niños y no hay que considerarlas irreversibles a pesar de que se trate de una dinámica familiar ya instalada. Es posible, y además necesario, trabajar en ella, para evitar, entre otras cosas, que se convierta en una problemática de mayores implicaciones en el futuro.

Los padres, debido a su desconcierto, suelen reclamar pautas de actuación, y aunque podrían darse un conjunto de indicaciones a seguir, tales como la importancia de la relación entre la pareja, de que existan límites claros, de que actúen con serenidad, de que no centren su atención en la pataleta, etcétera, hemos de evitar caer en consejos simplistas, ya que generalmente ellos no podrán aplicar tales indicaciones o consejos si antes no han podido conectarse con las propias dificultades al respecto. No se trata de una falta de información sobre cómo actuar o comportarse como padres.

Es fundamental poder trabajar con ellos sus vivencias, actitudes y reacciones, las cuales han sido caldo de cultivo de la problemática de la que hablamos. Para citar algunas de ellas podemos referirnos al exceso de permisividad, a la dificultad de decir «no» y de poner límites, a la dificultad para tolerar cualquier contrariedad o sufrimiento en su hijo, a la falta de entendimiento entre madre y padre y de respeto al lugar del otro (a veces desautorizaciones mutuas), a la confusión entre «dar amor» y «dar todo» al niño, procurándole todo lo que pide y cediendo a todas sus demandas, a la dificultad de tolerar tensiones y conflictos (inherentes a la situación de decir «no» y de poner límites), por citar algunos ejemplos.

Para resumir, está en juego la subjetividad de los padres y por tanto, el trabajo con ellos es esencial (no sólo con el pequeño). Esto nada tiene que ver con culpabilizarles de lo que ocurre, se trata de abordar las propias dificultades que suelen estar en el origen de esta situación, para así poder transformarla, si no los problemas se acrecentarán.