Se trata de un tema fundamental. Muchos problemas psicológicos que aparecen en la edad adulta, algunas “depresiones” sin causa aparente, tienen su origen en pérdidas y duelos no elaborados en la infancia.

 

Las vivencias de pérdida son importantes

La vivencia de pérdida es algo presente ya desde los primeros años de vida: el mismo hecho de nacer de alguna forma lo es (dejar ese “paraíso” que es la vida uterina, de repente tener que respirar, alimentarse, sentir frío, etc.). Y a partir de ahí otras sucesivas (perder el seno materno, el chupete, dejar de ser el centro de atención de los padres porque nace un hermanito, que se muera una mascota, etc.).

Lo que ocurre con estas pérdidas, es decir, con estos duelos, es fundamental en relación a lo que ocurrirá con otras posteriores, y por supuesto con la pérdida de seres queridos (abuelos, padres, hermanos, amigos, etc.).

Al igual que en el resto de cuestiones y aspectos de la vida, con respecto a los niños, es fundamental lo que ocurre en la familia, lo que hagan los padres (o personas que realicen esa función), en definitiva, los adultos, con respecto a las situaciones importantes de pérdida y duelo. Pueden ayudar al niño a elaborar dichas experiencias, o pueden obstaculizar que esa elaboración pueda realizarse.

Nos encontramos en una sociedad que vive, en general muy de espaldas al malestar y a las vivencias de pérdida, enfermedad o muerte. No sólo en tanto la muerte como tal ha quedado reducida al ámbito hospitalario, con ritos funerarios rápidos. Lo vemos en actitudes predominantes hoy en día, tales como “hay que ser positivos”, “hay que pasar página” etc. Se tiende a mirar a otro lado, a eludir o negar lo que nos afecta y lo que nos causa dolor.

Hay muy poca tolerancia al malestar y a los sinsabores de la vida. Estar triste enseguida se asimila a tener “depresión”. Por ejemplo, no es raro que se receten fármacos para el duelo. Hay prisa e incomprensión sobre estos procesos de elaboración de la pérdida (lo vemos en el ejemplo de un paciente que había perdido a su madre y a los pocos meses su pareja insistía en ir al psiquiatra para medicación, “porque había pasado mucho tiempo y ya tendría que estar bien”).

Con frecuencia, si no hay una explicación rápida y aparente de un malestar, enseguida se deduce que no hay causa, o se recurre a la explicación del “desequilibrio bioquímico” en el cerebro. Estas explicaciones, junto con la medicación, acaban produciendo un mayor alejamiento afectivo en la persona con respecto a o que le ocurre y a lo que está en el origen de su malestar, produciendo mayores dificultades para elaborarlo.

Estamos inmersos en una “cultura de la pastilla”: algo externo ha de producir un cambio interno, en detrimento de lo vivencial, de la idea de proceso y de elaboración psíquica.

Vivimos en una época que sostiene más que nunca que el malestar cotidiano se debe a la ausencia del objeto adecuado que pueda evitarlo (ej. psicofármacos, objetos de consumo, o determinadas sustancias). No quiere oírse que no todo malestar (del alma, del corazón o como queramos decirlo) es una enfermedad, que la falta forma parte de nosotros, y que no hay un objeto que pueda colmarnos por completo.

Se tiende a dar todo a los niños, a taponar con objetos esta falta que es constitutiva del ser humano. ¿Qué ocurre finalmente? Que los niños no atraviesan esas experiencias que les permiten simbolizar la frustración y la pérdida, y esto también va a tener una gran importancia en la posibilidad de afrontar otras pérdidas mucho más importantes que se pueden presentar y en cuanto a la realización del duelo. Además, cada pérdida evoca a las anteriores, por eso es tan importante la época infantil con respecto a este tema.

Por todo ello, la responsabilidad como adultos, a nivel familiar y social es enorme.

Es algo en lo que quiero insistir hoy.

 

Actitudes que dificultan el proceso de duelo en los niños

Hay actitudes que son muy frecuentes y dificultan tremendamente el proceso de duelo en el niño, con todo lo que ello supone para el futuro. Ya nos hemos referido a comentarios del tipo “hay que pasar página”, “hay que ser positivo”, “distráete”, no tolerar o comprender que la persona llore o esté triste …

Con los niños se llega a extremos sorprendentes, por ejemplo, actitudes como las siguientes:

  • Pensar que decir “no” a un capricho o deseo del niño es “malo” o “traumático” porque le causará tristeza o malestar. (Es una actitud muy extendida, con muy negativos efectos en los niños).
  • No dejar que el niño tenga la vivencia de pérdida u ocultarla: por ejemplo, se muere una mascota, se compra otra inmediatamente para que el niño no lo note y “no sufra”.
  • Se dicen mentiras insostenibles sobre lo que ocurre: por ejemplo, muere un abuelo y se dice al niño que “está de viaje”, sin más explicaciones.
  • Se excluye a los niños de momentos importantes (hospital, entierro, etc.). Una cosa es evitarles ciertas situaciones impactantes, según la edad, otras dejarles fuera de todo, ajenos a las vivencias de la pérdida y su proceso.
  • No se tolera que el niño esté triste, abatido, llore, con expresiones como “tienes que ser fuerte”, “los chicos no lloran” …
  • Se instala un manto de silencio sobre todo lo que tiene que ver con la pérdida vivida. Por ejemplo, un niño que encuentra a su padre suicidado y, no se habla de ello, ni se explica, solamente se instala el silencio y el vacío. O un padre/madre que abandona a la familia cuando el niño es pequeño, y no se vuelve a hablar de él/ella, ni a nombrar.

(Todos los casos mencionados son reales, escuchados en el trabajo clínico con pacientes en consulta).

No hablamos, por supuesto, de que los niños tengan que sufrir innecesariamente, o de que no haya que cuidar qué situaciones están viviendo, ni atender a lo que puede afectarles, teniendo en cuenta su edad y características, pero sí quiero insistir en las actitudes y planteamientos, que abundan, por otro lado, y que dificultan enormemente la posibilidad de los niños de elaborar pérdidas y realizar el duelo.

Claro que como padres o adultos nos gustaría ahorrar sufrimiento a nuestros hijos o a los niños en general. Pero, si se produce una herida, todos aceptamos que es algo que ocurre a veces en la vida, que hay que desinfectarla, cuidarla, y que llevará cierto tiempo que cure. No se nos ocurriría poner una venda sin desinfectarla, no pensaríamos solamente en tomar analgésicos para el dolor, o mirar para otro lado para no verla, ignorando que podría infectarse.

Lo que no se hace con una herida física, sí se produce con frecuencia con esas otras heridas, las del alma, con las experiencias difíciles (pero importantes) de la vida, que originan sentimientos o emociones intensos.

Esas experiencias, que causan heridas del alma (muerte u otro tipo de pérdidas), también llevan su proceso de “cicatrización”, para lo cual tenemos también ciertos recursos: ese trabajo psíquico que es el duelo, con su proceso de experimentar la pérdida y las emociones que conlleva, hasta su elaboración.

 

 

 

En el viaje en el que consiste nuestra vida existen travesías, como el duelo, difíciles de transitar.

Aunque el trayecto que vayamos realizando transcurra por diferentes mares, se trata de una travesía que antes o después surgirá en nuestro camino.

La pérdida forma parte de nuestra vida, el mismo hecho de nacer es ya una experiencia de pérdida de ese “paraíso” intrauterino en el que nos formamos. A partir de ahí nos vamos enfrentando a otras sucesivas a lo largo de los años: perder el seno materno o el chupete, dejar de ser el centro de atención de la familia porque nace un hermanito, una ruptura sentimental, perder un empleo, etc.

Por más que nos hallamos en una sociedad que vive muy de espaldas a la enfermedad, a la pérdida y a la muerte, en un mundo agitado y veloz, saturado de información, pleno de estímulos, que incita continuamente a las satisfacciones rápidas y a la evasión, la vivencia de pérdida forma parte de nuestra vida.

La mayor pérdida que podemos vivir, como es la muerte de un ser querido, es una experiencia que afecta por completo a nuestra existencia. De repente todo parece caótico, se tambalean los cimientos personales, se altera la percepción, la concentración se perturba, se trastoca la vida laboral y social, y hasta las propias ideas y creencias se conmueven.

Supone un desgarro, algo inabordable, incomprensible, es enfrentarnos a un real con el que no podemos. No existe un recorrido a seguir, el proceso de duelo es ese trayecto que consiste en atravesar un lugar desconocido, es una experiencia que transforma al que pasa por ella.

El duelo es ese “trabajo” psíquico, ese pasaje que permitirá superar las consecuencias de la pérdida y encontrar una salida que restablezca un relativo bienestar.

En este camino nos acompañan complicadas vivencias, es habitual encontrarse con sentimientos intensos y contradictorios. Además de una profunda tristeza, otros como rabia, incredulidad, culpabilidad (tanto por lo dicho o hecho como por lo no expresado o no actuado, incluso por el mero hecho de estar vivo), pérdida del sentido de todo lo que nos rodea, etc. Rememorar a la persona perdida, llorar, evocar momentos vividos, poner palabras al dolor, expresar lo que se siente, simbolizar la ausencia, dando otro lugar a la persona perdida, forma parte de este proceso.

En este recorrido es fundamental respetar el ritmo del doliente, cuántos apremios y exigencias se llegan a plantear casi siempre con las mejores intenciones. Expresiones como “hay que pasar página”, “la vida sigue”, “es ley de vida”, etc. son un buen ejemplo de determinadas actitudes ante la persona que está viviendo una pérdida, las cuales lejos de ayudar -y aunque se digan con tal intención- producen gran opresión y causan un profundo dolor.

Transitar por esta travesía, hacer el duelo, es un camino, se trata de un recorrido que hay que realizar, sabemos el punto de partida, el puerto del que salimos, pero desconocemos el alcance de las olas y el trazado de nuestra ruta. La travesía será particular para cada persona, dependerá del propio barco y de su estado actual, de las grietas anteriores que ya se produjeron durante la navegación, de los vientos y del oleaje que van apareciendo en el viaje, así como de la vivencia de otras pérdidas posibles que se añadan al camino.

Siempre se dice que “el tiempo lo cura todo”, pero es preciso aclarar que no es debido al paso del tiempo en sí mismo, tiene que ver con que el hecho de que transitar esta travesía supone un proceso, es todo un trabajo psíquico, y necesita un desarrollo para poderse llevar a cabo. Esa experiencia nos habrá marcado.

Es difícil dar consejos a un navegante, pero sí podríamos decir que la persona en duelo necesita respeto, acompañamiento, escucha, permitirle hablar, llorar o expresar sus emociones, si lo necesita.

Se piensa que es preferible no hablar de la persona fallecida o de lo ocurrido, incluso evitar conectarse con la tristeza o con los sentimientos se interpreta con frecuencia como signo de fortaleza. Sin embargo, con frecuencia puede tratarse justamente de lo contrario: actitudes y reacciones como no expresar emociones de tristeza o abatimiento, eludir conversaciones relacionadas con lo vivido, alejarse de los sentimientos, recuperar inmediatamente la actividad laboral y social rellenando el tiempo sin cesar, pueden estar poniendo de manifiesto la dificultad de conectarse con esa vivencia de pérdida, con lo cual se dificulta su elaboración psíquica.

Todo ello puede estar en el origen de síntomas o dificultades posteriores, tal y como ocurre con numerosos cuadros depresivos que emergen tiempo después.

En un proceso de duelo es fundamental permitirse sentir lo que se siente e ir avanzando por un camino que es único, singular, respetando siempre el ritmo de la persona y su particularidad.